De repente ocurre algo
de peso
que te hace caer en la cuenta
de lo liviano de tus quejas
y cambia el ranking de cosas
importantes
en las que gastar las lágrimas;
una lágrima
es una piedra preciosa,
es un silencio,
un cristal del alma,
un latido menos,
así que recolocas tu pecho,
no sin algo de vergüenza,
por haber hecho cargar a la luna
con tan vanales quejas
y sueltas el hilo de alguna cometa
que mantenías agarrada
como cuando niña,
corriendo en alguna playa,
hundiendo los pies en la arena,
sintiendo el viento en la cara,
oliendo el mar a quimeras.